domingo, 29 de abril de 2007

LOS DOS HERMANOS.



He vivido casi cincuenta años en esta casa; la construyó mi abuelo en lo que eran entonces los aledaños de la ciudad. Es una edificación sólida, que se levantó para ver nacer y crecer a generaciones de la familia, con sus dos plantas y terrazas, amplio antejardín y, atrás, un patio enorme, cerrado por un gran galpón y por las habitaciones del servicio.
Me gusta vivir en esta casa. Apenas cruzo el umbral respiro su olor, que emana de las maderas de los artesonados, de las capas de cera impregnadas en los pisos, del humor de las hojas de eucaliptus que se resblandecen en los tiestos que hay sobre las estufas, y de nuestra humana presencia de tantos años.
Soy feliz sentado en mi escritorio, leyendo, escribiendo o revisando anaqueles que suben hasta el mismo techo, repletos de libros; los anaqueles están rematados con puertas de cristaleras obscuras para evitar que la luz y el polvo dañen su contenido. Aquí estoy al resguardo de los ruidos por los pasillos y habitaciones alfombradas, vestigios de la opulencia de mi abuelo, un comerciante de éxito.
Mi padre, no sentía ninguna atracción por el comercio; en cambio, era un apasionado por los libros y la lectura. Le dio un gran disgusto a mi abuelo al decidirse por la abogacía. Yo crecí con las mismas aficiones de mi padre y también lo desilusioné al inscribirme en Pedagogía.
A mí me pareció que la enseñanza era mi vocación, pero ya titulado de profesor, en menos de dos años, me sentí desencantado. No tenía pasta para modelar con una arcilla tan arisca a los hombres del mañana: los jóvenes de hoy, estaban lejos del ambiente de amor al estudio que yo había imaginado. Por eso, no dudé en presentarme como candidato a bibliotecario del colegio; desde entonces, aquí y en mi casa, vivo rodeado de libros.
Me casé algo viejo para lo que se usa. El primer escarceo amoroso que me salió al paso, cuando era estudiante, me demostró que tales afanes ocupaban mucho tiempo, que casarse y tener hijos cambia el destino de un hombre. Yo necesitaba mi tiempo para estudiar. Clara, diez años menor que yo, sí que nació para casarse; puedo decir, sin fatuidad, que no me dejó tranquilo, desde que la conocí, hasta verse convertida en mi mujer.
Nuestras personalidades eran muy dispares; sin embargo, creo yo, hemos sido felices todos estos años de matrimonio, posiblemente, porque hemos sabido ajustar nuestros temperamentos. Ella es una mujer emotiva y algo superficial, pero es una estupenda dueña de casa. En cambio, yo no soy un hombre apasionado. La exaltación no va con mi carácter, incluso, mi amor por la lectura es algo tranquilo; me gusta comer bien, pero no soy un gourmet y lo mismo vale para el apetito sexual: pero, eso sí, desde que nos casamos, he cumplido con Clara todas las noches de cada sábado.
Luego de la merienda vespertina, Clara se retira al dormitorio y yo me quedo leyendo poco más de media hora. Y, cuando voy para desvestirme, sé que ella está desnuda bajo las sábanas. Me place acariciar largo rato las curvas de su cuerpo, jugando con distintas presiones de mis manos; rozo sus formas con cierto sadismo recorriendo su piel tibia hasta merodear por la zona del pubis y restregar mi mano contra el vello firme y rizado.
Sé que desea mis caricias y que goza con ellas, porque su cuerpo tiene estremecimientos, pero es su respiración lo que escucho más atentamente y cuando se hace más honda, como si fuera una señal que ella me da, siento que ha llegado el momento de penetrarla. Todo sucede siempre en un silencio absoluto, cómplice de nuestro pudor y de nuestras tentaciones. Cuando todo termina, tendido a su lado, sólo escucho el eco de nuestros jadeos hasta que tranquilizan sus ritmos.
Clara, entonces, suspira, me besa, y se dispone a dormir. También cada sábado, pero después de almuerzo, vienen algunos amigos a café y copa, a conversar y a discutir; todos son gente que ha pasado por la Universidad, salvo Kaufman, que se nos unió, huyendo de las persecuciones de los nazis. Discutimos todos los temas: libros, política, filosofía y de la actualidad del mundo. Una de esas tardes, reflexionábamos sobre la vida.
José, que es farmacéutico, peroraba que la vida es una completa alquimia y aseguraba que no valía la pena vivirla de una sola manera, porque todo debía combinarse en sus justas proporciones, tal como él hacía sus preparados de farmacia, que no entendía cómo algunas personas se dedicaban a una sola cosa. En cambio, Raúl, que es ingeniero, le daba a la vida sólo dos salidas: el buen comer y el sexo hasta la extenuación, sin mirar mucho con quién se copula. - Para eso, todas son buenas - dijo. En ese momento se abrió la puerta del salón y se asomó mi hermano mayor. Serafín tiene sus facultades mentales bastante limitadas, porque al nacer le faltó recibir irrigación sanguínea sufiente y oportunamente en una parte de su cerebro.
Me llamó la atención su visita, porque nunca viene a casa los días de tertulia; prefiere permanecer en una habitación que se construyó en lo alto del galpón que hay al fondo del patio interior. Serafín, tiene mucha habilidad para pintar retratos, copiándolos de fotografías. Kaufman, un hombre experto en arte, luego de examinar, minuciomente, un cuadro que pintó Serafín de una fotografía del abuelo, le pidió que hiciera lo mismo con una fotografía de su mujer. Y se lo pagó muy bien. Al verle aparecer, José le dijo: - Serafín, estábamos hablando de la vida, ¿qué es la vida para ti? Mi hermano nos miró uno a uno. Los dos hermanos Yo me sentí confuso con la pregunta y al verlos a todos, recién comprendí que era día sábado. Me quedé mirando un punto fijo del piso y, haciendo un esfuerzo, le contesté: "Creo que es algo de mucha paciencia"..
Y cerré la puerta de un golpe, marchándome.
A mi parecer los amigos de mi hermano Juan, son malas personas, solo me gusta el señor Kaufman; los otros, me hablan lo mismo que mi hermano, que me trata como si yo fuera un niño, aunque yo soy su hermano mayor. Yo no tengo la culpa de no pensar bien. Lo que pasa es que muchas veces mi cerebro se cubre con una niebla y no veo las cosas aunque tenga los ojos bien abiertos. Mi cuñada me trata bien. Si me hace algún encargo nunca me repite las cosas dos veces y, si alguna cosa se me olvida, nunca me regaña como estoy seguro que haría mi hermano Juan.
Y es verdad que a mí no me importa hacer otra viaje para ir a buscarle lo que me he olvidado. Me gustaría que ella fuera mi madre, pero sé que no es posible porque es la esposa de mi hermano Juan. También quiero mucho a Pedrito, mi sobrino. Desde que era muy pequeñito, lo he llevado y lo he ido a buscar al colegio. A mí me gustaba apretarle la mano, mientras él me iba contando las cosas que hacía con sus compañeros. Mi madre no quiso que yo siguiera en el colegio, porque los chicos se burlaban de mí y me hacían llorar. Entonces, durante varios años, vino don Roberto para enseñarme a pintar; me costó mucho trabajo aprender a utilizar bien los pinceles y a mezclar los colores. Don Roberto me decía que había que tener mucha paciencia para aprender.
Era cierto. Ahora puedo pintar retratos, copiándolos de fotografías; sé cómo hay que darles luz, volumen y profundidad. Antes de morir mi abuelo Pedro, le hice un retrato. A todos les gustó mucho, especialmente al señor Kaufman. Es que yo quería mucho a mi abuelo Pedro. No me molestaba cuando me decía y me acariciaba la cabeza; lo que me da rabia es que me llamen , sin más. A mí no me gusta la casa. Ahí han muerto mi abuelo, mi padre y mi madre.Por eso, me construí una habitación en lo alto del galpón; abajo tengo el taller de pintar. A mí, mis manos me obedecen casi sin pensar, porque llevo muchos años pintando. Todos dicen que tengo buenas manos. Un día en una revista encontré la fotografía de una mujer desnuda. Nunca había visto una mujer desnuda, sin ropas. Me puse a pintarla. Tenía unos pechos redondos, con unas manchas obscuras en lo alto; me costó trabajo darles buen volumen y tersura. Me salió muy bien, creo yo, a tanto que me daban ganas de acariciarlos.
Me he pasado largas horas mirando sus formas y me da tentación de risa ver que esta mujer tenga pelos negros en la juntura de las piernas, como yo. Desde que la pinté, ahora, a las mujeres que veo me las imagino desnudas, aunque eso me da nervios y me pone el pito duro, hasta dolerme. Una noche soñé con una mujer desnuda y desperté con las sábanas sucias. Los dos hermanos No quise que se enterase mi cuñada y se lo dije a la Rosa, la mujer que hace de todo en la casa y lava la ropa. La Rosa me miró a los ojos, y me dijo: - Serafín, ven esta noche a mi cuarto y te daré un remedio para que no andes dejando tus mugres en las sábanas. Vino esa noche. Yo, con un poco de vergüenza, lo esperé desnuda, lo mismo que la mujer que tanto mira en el taller. Serafín se puso nervioso y no sabía por dónde cortar. Tuve que enseñarle todo. No quiso sacarse los calzoncillos. Dijo que eso no, pero se metió en la cama y lo hice subirse. Yo misma me puse su cosa y empecé a moverme. Poco a poco, me fue siguiendo. Serafín está muy bien dotado y es hombre de mucho vigor; yo nunca, en mis años, había tenido alguien así; se quedó encima mío, resoplando y gruñendo. Al poco rato le volvieron las ganas; ahora él hizo su parte.
Siempre ha sido así, desde la primera vez lo hace dos veces seguidas y, a lo mejor, si yo no me cansara tanto, lo haría no sé yo cuántas. Durante más de un año pudimos mantener el secreto, pero una noche la señora necesitaba algo de Serafín y subió al galpón a buscarlo, y Serafín, no estaba. Malició enseguida lo que sucedía en mi cuarto y poco tardó en asegurarse de que era como lo había pensado. Se lo contó a su marido. El no lo vio mal y le dijo que era una buena solución para Serafín, que ya había pasado los 30 años. Y se puso a reír cuando la señora, le comentó: - Entonces, seré como una cuñada de la Rosa. Doña Clara se quedó pensativa. Don Juan le agregó: - Mira, mujer, no eres tú la única. Puedo asegurarte que las mujeres casadas nunca saben cuántas cuñadas de esta laya pueden tener durante su vida matrimonial. Juan siempre tiene estas salidas.
A mí, no me parecieron bien estas relaciones; sin embargo, en todos estos años, como buena cristiana que soy, he tenido ocasión de arrepentirme de los torcidos pensamientos que he sentido por Rosa. Es una mujer campesina, buena y abnegada, que vino desde el sur a nuestro hogar. Aquí ha vivido contenta con nosotros. Un día, espontáneamente, me dijo: - Señora, ¿qué más puedo pedir, si lo tengo todo en esta casa? Al comienzo, Dios me perdone, le daba malos tratos solo por verla feliz; nunca se quejó. No podía reprocharle nada en su trabajo, pero me escocía adivinar que su relación con Serafín era más completa que la que yo recibía de Juan. Fueron pasando los años y una comprueba que nada se detiene en el mundo, ni la vida ni la muerte. Juan, el pobre, murió atropellado por un automóvil por ir leyendo en el calle, distraído. La casa, prácticamente, quedó en manos de Rosa, porque las diligencias para cobrar la indenmización por el atropello me llevaron casi un año y mucho más para obtener la pensión que le correspondía como profesor. Juan daba clases particulares, en casa, cuyo monto era casi tanto como su sueldo; pronto, noté la falta de ese dinero y fue cuando Rosa me habló del señor Kaufman.
Dos años después de regresar a Alemania, le había a enviado a Serafín una fotografía de su madre para que pintara un cuadro, como ya había hecho con su mujer. Y como entonces, se lo pagó bien. Le escribí contándole nuestra situación. Se ha comportado como un verdadero amigo. Durante diez años nunca ha dejado de enviarnos fotografías de sus parientes y amigos, como encargos para Serafín. Así, con estos aportes de Serafín, mi hijo pudo dedicarse solo al estudio, sin trabajar, hasta que obtuvo su título. Un año después de tal acontecimiento, casó con una colega y juntos reabrieron el escritorio de abogado del abuelo. Mi nuera es una criatura encantadora y nos ha dado un nieto maravilloso.
Pedro le puso el nombre de su tío Serafín. Una de las primeras gestiones que hizo Pedro como abogado fue negociar con una empresa constructora para levantar un edificio de 14 plantas, en el solar de la vieja casa. A cambio del terreno nos entregaron dos pisos, de lujo; en uno vive toda la familia y el otro lo tenemos alquilado. Esto significa que Rosa y yo tenemos una vejez asegurada. También, murió Serafín de un ataque cerebral. Parecía estar sano, como siempre. Un día, empezó con fuertes dolores de cabeza, que fuern en aumento; en pocas semanas, murió. Rosa y yo cuidamos de nuestro nieto, porque los hijos trabajan todo el día. Nuestra entretención es mirar la televisión o tejer para el niño.
A mitad de uno de esos trabajos se nos acabó la lana. Rosa volvió diciendo que no había lana de la misma tintada. - Es muy parecida, pero no es igual - me comentó. Yo le dije que nada era igual, que todo cambia con el tiempo. Eso es verdad y no hace falta que pasen años. ¡Cómo me gustaría a mí que todo volviera a ser como antes, de tener con nosotros a Juan y a Serafín! Pero es algo imposible, pese a que una se haga ilusiones y a menudo me pille a mí misma, imaginando esos imposibles. El otro día, me puse a soñar despierta y en mi sueño veía a Juan leyendo en la biblioteca y a Serafín abriendo la puerta de entrada de la casa, trayendo a Pedrito de la mano, de vuelta del colegio.
Me había quedado traspuesta, pero la impresión fue muy fuerte. Y, entonces, se me ocurrió pensar: ¿qué diría Juan si pudiera enterarse de que gracias a Serafín, su hermano disminuído, la familia pudo seguir adelante? Sin embargo, Rosa y yo estamos contentas, pese a todo lo que ha sucedido, el cambio ha sido bueno para los que seguimos viviendo.
El próximo año, el niño irá al colegio y sé que, por las tardes, ya no veré a Serafín cogido de la mano de Pedrito, sino a mi hijo Pedro trayendo de la mano a mi nieto Serafín.